Marina Averbach

Primero fueron las operaciones de cirugía estética. Gracias a ellas una persona puede modificar el aspecto de su nariz, quitarse o agregarse centímetros en el busto, en fin, modificar fragmentos de su cuerpo para que su imagen en el espejo se aproxime más a su ideal.

Antes pensaba que a una adolescente en conflicto con su cuerpo más le valía aprender a llevarse bien con él porque, después de todo, es el único que tiene y tendrá que convivir muchos años con él. Ahora también puede cambiarlo. Puestos a modificar la apariencia, ¿por qué no el color de piel? Aquí las implicancias ya son otras, porque el color de la piel es el indicio más evidente que identifica a una persona con su raza, por lo que, rechazando esa identificación, cambia no sólo de piel sino de raza (lo que de paso demuestra la ambigüedad del término raza, aplicado a los humanos con un sentido muy diferente al que se le da para otras especies.

A nadie se le ocurriría que va a transformar a un cocker en un bull-dog con un simple cambio de pigmentación). Por este camino era inevitable que, tarde o temprano, en mi función de psiquiatra de la Seguridad Social, me encontrara en el deber de hacer un informe del que dependiera que un sujeto cambiara o no de sexo.

Así me encontré el otro día frente a Juan, que esperaba ansiosamente una decisión mía que le permitiría concluir su meticulosa transformación en Juana. ¿Debía o no yo autorizar-indicar que le cortaran el pito?, que es de lo que se trata tras el pretencioso nombre de cambio de sexo, a menos que creamos que el sexo se reduce a la apariencia de los genitales. Fue lo real de su cuerpo al nacer lo que hizo que los otros le atribuyeran un género y, en consonancia con él, el nombre que figura en los registros y lo identifica ante los otros. Pero él ha rechazado esa identidad sexual para elegir imaginariamente otra identificación.

La sociedad, que hace unos años lo hubiera condenado por esa elección, hoy le permite modificar lo real de su cuerpo y, además, se lo paga. Claro que sólo en el caso de que yo determine que este cambio será beneficioso para su aparato psíquico. Pero nada de lo que he aprendido en mi formación académica ni en mi formación psicoanalítica me ha preparado para semejante decisión. ¿Qué saber oracular se supone que me capacitaría, más a mí que a cualquier otra persona, para elegir si él debe o no amputarse el pene y suplantarlo por una apariencia de vagina para parecerse más aún a ella? ¿Qué derecho me asiste a anteponer mis prejuicios a sus deseos? Claro que podía negarme por razones éticas o morales, lo que se llama objeción de conciencia. Pero carezco tanto de razones éticas como morales para oponerme a sus deseos. Mi objeción sólo se refiere al lugar que se me atribuye en un campo en que la técnica quirúrgica lleva años de ventaja a la reflexión sobre sus efectos.

En mis pesadillas me veo en un futuro próximo ante la obligación de tomar cotidianamente decisiones de las que depende el futuro de sujetos que no son yo sobre su identidad real con un sexo, una raza o, ¿por qué no?, una especie.

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