Tengo veinte años; no dejaré que nadie diga que es la más bella edad de la vida. (Paul Nizan, “Adén Arabia”)

Estadísticamente la adolescencia es, después de la vejez, la edad en que se producen más suicidios e intentos de suicidio. Si bien éstas son situaciones límite, pueden hacernos pensar que la adolescencia no es una edad tan maravillosa cuando se la vive como cuando se la recuerda. Pero, ¿qué es la adolescencia?.

El diccionario la define por lo que no es: “época de la vida que marca la transición entre la infancia y la edad adulta”, entre la pubertad y la madurez biológica. Pero ¿quién que entre 18 y 20 años se atreverá a afirmar que es adulto/a? Si la adolescencia es la edad en que uno completa su formación y se prepara para su incorporación al mercado laboral, puede extenderse hasta los 22 o 25 años (o indefinidamente, tal y como está el mercado laboral). Si también consideramos que un rasgo distintivo de la madurez es la constitución de una nueva familia y/o el abandono de la vivienda de los padres, la adolescencia puede extenderse hasta los 30 años (o indefinidamente, tal y como está el mercado inmobiliario).

Por eso preferimos definir a la adolescencia como aquella etapa en que la vida se conjuga, fundamentalmente, en tiempo futuro. Dos sentimientos caracterizan esta etapa: la ambición y la angustia . Ambición, porque el adolescente aún no se ha topado con las inevitables frustraciones que impone la dura realidad y, por lo tanto, todo es posible; y angustia, porque si todo es posible, también lo es que nunca se realicen sus ambiciones, o que suceda lo peor (aunque el adolescente no sepa muchas veces qué es lo peor, ni qué lo angustia).

Pero, en la actualidad, la mayoría de los adolescentes carece de ambición. Desde que han nacido se han encontrado con un discurso post-moderno que afirma que han llegado el fin de la historia y el fin de las ideologías, el éxito económico parece reservado a unos pocos, y el amor y el trabajo son valores en desuso. ¿Cómo ambicionar un futuro si no hay futuro?

La ausencia de un proyecto de futuro no elimina la angustia, pero favorece que ésta se manifieste en el exceso sin hacerse consciente. Exceso de drogas o alcohol, sustancias que suelen consumirse por sus efectos antiansiosos o antidepresivos. Exceso de velocidad o de otro tipo de riesgos, incluido el sexo sin medidas preventivas (la reacción del organismo al peligro también es antidepresiva). O exceso de pasividad: ausencia de deseos, fracaso en los estudios, apatía.

A veces no alcanzan la familia y los amigos para habérselas con un malestar del que se desconoce la causa. En estos casos, es necesario tener el valor de coger el toro por los cuernos y arriesgarse a una psicoterapia. Pero este es un paso que el joven adolescente debe dar por sí mismo (con o sin el apoyo de los padres, porque puede que a éstos no les guste que se hable de ellos en un espacio sobre el que carecen de poder, tengan miedo a reconocer que su hijo requiere una ayuda que sus padres no pueden darle y, peor aún, a que su hijo tome en el transcurso de su terapia decisiones que no sean conformes a sus expectativas).

Pero las resitencias de los padres pueden también encubrir las resitencias de los hijos. Es difícil aceptar que uno no puede arreglárselas sólo, cuando en realidad la angustia o la depresión son ya el modo en que intentamos arreglárnoslas solos. También es habitual temer el menosprecio de los otros por nuestra dificultad para arreglárnosla solos, sin considerar que ese menosprecio es menos común de lo que nuestro miedo supone y, en todo caso, sólo manifiesta el miedo de esos otros a reconocer que ellos tampoco están tan bien en su piel.

 

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