(Resumen de una conferencia para docentes de integración de un Colegio de Vallecas)

Es difícil trabajar con un niño si no lo comprendemos, y es difícil comprenderlo si no nos identificamos con él, pero ¿cómo identificarnos con un niño que se nos presenta, y se representa al mundo, con una enfermedad que no padecemos?.

Quizás no sea cuestión de identificarse, sino, más bien, de ver qué tenemos en común con él en cuanto ambos somos sujetos humanos. Si hay un punto de encuentro entre un niño minusválido y cada uno de nosotros, es aquel tiempo en que todos fuimos minusválidos. Un tiempo en que nuestro desamparo que nos arrojaba en los brazos de otro ser que reiteradamente se hacía cargo de nuestros cuidados. Tiempo del que nada recordamos, pero con cuyos efectos nos encontramos en nuestra práctica cotidiana cuando en cada paciente (y en nosotros mismos) tropezamos con las huellas indelebles que ese tiempo ha dejado: huellas del desamparo, de la minusvalía.

Desde el mismo momento en que nacemos tanto el mundo exterior como nuestro cuerpo nos bombardean con estímulos para los que no estamos preparados y a los que sólo más tarde podremos dar un nombre y un sentido, en principio sólo son sensaciones de displacer. Nuestra madre viene en nuestra ayuda, nombra a estas sensaciones: “hambre”, “frío”, “dolor”, e intenta, bien o mal, responder a ese “grito”, aplacar el estímulo, devolvernos al nirvana del bebé satisfecho. Al hacerlo, nos incorpora a nuevas exigencias: debemos representárnos de alguna manera tanto al hambre, como al pecho que viene a calmarla y al ser que nos lo aporta (generalmente la madre), y al hacerlo vamos construyendo nuestro aparato psíquico.

Éste es el “milagro” de la vida humana. Pero este milagro conlleva una “condena”: condena a revestir con nuestro afecto a otros cuerpos, otros “yoes”, que tienen sus propios deseos, diferentes de los nuestros y, a veces, opuestos a ellos.

Nos vemos así forzados a representarnos y afectivizar una realidad exterior a nosotros que sólo ocasionalmente coincidirá con nuestro deseo. Y esos cuerpos, esos otros, esa realidad que se nos ha impuesto, y que será fuente de placer, también será, periódica pero inevitablemente, fuente de sufrimientos. Ese desamparo y esa dependencia, en un niño discapacitado pueden ser algo que no cesa. Sobre todo, si tiene la edad y la inteligencia suficientes para avizorar un futuro cargado de frustraciones, de odiosas comparaciones, con actividades que nunca podrá hacer satisfactoriamente, con un “plus” de sufrimiento y dificultades añadidas al ya de por sí “duro oficio de vivir”.

Todos estamos limitados y, en ese sentido, todos somos minusválidos. Pero a los que llevan ese nombre que los marca con un “valen menos” que los otros, si no renuncian (siempre tan tentados), si no sucumben a protegerse tras su enfermedad como tras un escudo, si no se refugian en una madre todo-terreno les será más difícil.

El niño minusválido debe “negociar” con el conjunto familiar y el de la sociedad en que está condenado a vivir, un contrato que le permita acceder a las funciones adultas a que tiene derecho, aunque en condiciones de competencia siempre desventajosas. Y peor aún cuando arriba la pubertad, cuando su cuerpo les plantea nuevas exigencias para cuya satisfacción la “dura realidad” les planteará mil y un obstáculos.

Este contrato a futuro ha comenzado a negociarse desde el mismo nacimiento, pero se hace más evidente cuando los docentes le enseñan a conjugar un tiempo futuro con el que habrá de vérselas: “Yo amaré”, “yo trabajaré”, etc. Cuando, como todo niño, intente identificarse con los adultos de su entorno para imaginar ese misterioso futuro, tropezará con una desigualdad difícil de ignorar. La pregunta “¿Qué vas a ser cuando seas grande?” pone ya al niño discapacitado en desventaja en la misma línea de salida. Quizás pueda llegar a ser médico, difícilmente bombero, menos aún futbolista.

En realidad, su futuro más probable, tal y como van las cosas, es quedar excluido del mercado de la producción y del trabajo y convertirse en consumidor exclusivo con la ayuda de su familia y del Estado. ¿Cómo hacer, en esas condiciones, del futuro algo más que el retorno del pasado?.

El Estado puede intentar paliar esta desigualdad mediante estímulos y subsidios, puede intentar negarla mediante fantasías sociales de integración, y está bien que así sea, siempre será mejor que no hacer nada. Pero lo que el Estado no puede hacer es modificar la estructura inconsciente de nuestra sociedad, en que la competencia y la supervivencia del más “apto” hacen de discurso-amo (o amo del discurso). Para que, aún en estas condiciones desventajosas, pueda establecerse un contrato aceptable será necesaria la colaboración de los padres. ¿En qué consiste esta tan mentada colaboración?. En algo mucho más difícil de obtener que la sumisión obediente a un manual de instrucciones para buenos padres de hijos minusválidos: el deseo de los padres. Deseo de los padres por ese hijo discapacitado, y no cualquier deseo. No deseo de poseerlo como objeto de cuidados y atenciones, deseo de futuro para ese hijo, deseo de que (en la medida de sus posibilidades) se desarrolle como hombre o mujer con un proyecto de futuro, y con capacidad para elegir por sí mismo ese futuro.

También es necesario que el conjunto social acepte su existencia individual, no el borramiento de su subjetividad tras la etiqueta de su enfermedad, no sólo hacerlo objeto de compasión, objeto social de cuidados, sino que hayan mínimas condiciones para su proyecto vital. Que no se le estimulen fantasías ideales de difícil realización o la negación lisa y llana de su defecto (antes, al menos, a un tonto se lo llamaba tonto y a un paralítico, paralítico, y no se pretendía borrar su desigualdad bajo el dusoso título benéfico de “minus-valía” = “los que valen menos”). Si lo que se le propone es un contrato social inaceptable (aunque él lo acepte), si no se le permite anticipar realistamente gratificaciones futuras, es más que probable que renuncie desde el inicio a los supuestos beneficios de una “integración” así entendida.

Después de todo, nada más fácil que aceptarse como objeto de los otros, ya que permite eludir los riesgos de la subjetividad. Nada más fácil que ser un puro cuerpo, puro goce pulsional. Nada más mortífero tampoco. Tarde o temprano tendrá que aceptar la terrible injusticia que lo designó como víctima de una enfermedad o un accidente, sin causas subjetivamente aceptables, en el puro sin-sentido del azar.

La pregunta universal “¿Quién soy yo?” no puede responderse con el expediente objetivador de “un paralítico cerebral”. Su responsabilidad subjetiva será la elección de una respuesta a la pregunta: “¿Qué hacer con mi limitación?”.

Cuando un profesional se ve confrontado con un niño con una minusvalía, si no deja obturar sus oídos por la enfermedad y si el deterioro del niño no es extremo, escuchará lo mismo que escucha en otros casos , tan diferente de los otros casos como estos difieren entre sí. Su problemática de ser humano no es, en lo esencial, diferente a la de los otros seres humanos. Él o ella también deberá arreglárselas con ese cuerpo y esa sexualidad imposibles de simbolizar pero que se presentificarán en sangre en la mujer y en polución en el varón, él o ella también deberá preguntarse ¿quién soy? y ¿quién quiero llegar
a ser?, aunque con una gran dificultad añadida: su enfermedad. Y, sin embargo, no deberían poder responder a estas preguntas con un solo significante: “soy un enfermo”, significante que no puede agotar la subjetividad.

Los padres y el hijo discapacitado: De cómo los padres puedan elaborar la herida narcisística que supone la enfermedad de un hijo, los temas de enfermedad y muerte que introduce en la familia, de que puedan proyectarse no en la minusvalía de su hijo sino en su hijo más allá de su minusvalía, dependerá que puedan ayudar más eficientemente a ese hijo.

El futuro es siempre ilusorio, pero los padres deben asegurar un derecho al futuro y al futuro en exogamia, un derecho al deseo propio del hijo y no sólo a la repetición del deseo de los padres. Es por eso por lo que, a veces, cuando la familia es favorable, debemos trabajar con la familia para hacer lugar al desarrollo de un discurso propio del hijo, que pueda remplazar la pregunta “¿qué esperan ellos de mí?” por la pregunta “¿qué quiero yo de mí?”. Pero no podemos trabajar sólo con la familia.

El niño debe, por sí, debilitar los vínculos que lo atan a sus padres, no romper esos lazos de filiación, pero sí desenredar los nudos que se han enmadejado, para preguntarse él: “¿Quién soy?” “¿Quién quiero y puedo llegar a ser?”. Y no dejar que otros (padres, docentes) respondan a esos interrogantes por él.

En principio, para un terapeuta, esto es más fácil: nuestro trabajo es escuchar a quien habla, sea éste niño o adulto, sano o enfermo, inteligente o no. Sé que puede parecer mucho lo que esperamos de un niño con una minusvalía, pero es mucho lo que esperamos de cualquier niño, paralítico o no: que aprenda a tolerar los límites, lo que no puede, que nunca será aquel ser ideal que sueña ser.

En este pasaje es muy fácil que haya recaídas, que el niño se refugie en un lugar ya conocido: ser el objeto de la madre, porque este lugar de objeto, denigrado o elegido, está facilitado en el niño “enfermo”, es por lo que el trabajo con los padres puede ser útil. Desbrozar el camino, ayudar a los padres a que contribuyan a la progresiva independencia del hijo enfermo puede ayudar a que el niño minusválido se apropie de su palabra y de su deseo. No es un trabajo fácil, pero a veces la apuesta vale la pena.

Este artículo ha sido redactado por profesionales con más de 25 años de experiencia en el sector de psicología y psiquiatría. Tenemos gabinetes en Majadahonda y Madrid Centro. Si tienes más dudas o deseas consultarnos algo llámanos al 607 99 67 02 o escríbenos a info@persona-psi.com