La personalidad o carácter de una persona está determinada en parte por la dotación con que ha venido al mundo, pero fundamentalmente por sus identificaciones o contra-identificaciones realizadas en edades muy tempranas sobre su percepción de las personas significativas de su entorno, fundamentalmente los padres.

De allí resulta un Yo no unificado ni sintético sino, como sostenía Freud, un Yo caracterizado por la dispersión  y fragmentación. De esto se deduce lo que se experimenta en la práctica: el Yo, lejos de manifestar unificación y síntesis, está fragmentado, dividido y, a la vez, multiplicado, expuesto a la compulsión a la repetición que se manifiesta en la repetición de conductas que ya nos han perjudicado con anterioridad, por ejemplo: eligiendo parejas de ciertas características poco favorables para el sujeto.

Esto tiene su incidencia clínica. Muchas psicoterapias actuales buscan corregir los “errores” de apreciación de un yo consciente, pero olvidan o minusvaloran lo que hay de inconsciente en el Yo y lo impulsa a repetir una y otra vez las mismas conductas más allá de su voluntad consciente.

Esto es singularmente manifiesto en los tratamientos de los llamados TLP, Trastornos Límites de la Personalidad, borders o “fronterizos” y, en general, en los llamados “trastornos de la personalidad”. Son trastornos en los que el sujeto ha perdido todo control sobre sus pensamientos y sus actos, y no encuentra ninguna estabilización posible, al contrario, es víctima de sus impulsos.

En su libro “Trastornos graves de la personalidad”, Kernberg (1985. pág 68), expresa que”… estoy utilizando el término “trastornos de la personalidad” para referirme a constelaciones de rasgos del carácter  anormales o patológicos de intensidad suficiente para implicar una perturbación significativa en el funcionamiento intra-psíquico, interpersonal o ambos…”

Ninguna psicoterapia puede desconocer sus propios principio teóricos. No existe teoría sin clínica ni clínica sin teoría, esta es la primera enseñanza de cualquier psicoterapia y que no debe ser nunca olvidada.

La psicoterapia en los trastornos de personalidad debe atravesar un proceso de desidentificación, porque hay identificaciones patológicas muy arraigadas que el sujeto suele considerar como parte de su personalidad aunque no lo sean.

En este sentido los manuales clasificatorios, como el DSM IV-R o el ICE 10, pueden resultar contraproducentes, porque identifican ciertos síntomas y ciertos rasgos de la persona con su supuesta personalidad, lo que las hace sentir que estos síntomas y rasgos no son transformables, algo que no puede asegurarse. Las clasificaciones actuales de los trastornos de personalidad “límite”, “obsesivo – compulsiva”, “histriónica”, etc., anticipan un diagnóstico que aparece como la causa de sufrimiento del paciente y obtura la creatividad del proceso psicoterapéutico. Se remplaza al sujeto individual por una clasificación diagnóstica ignorando la subjetividad de la persona y la función liberadora de la palabra en una psicoterapia dinámica.

Si hay algo que pueda llegar a justificar los diagnósticos de trastorno de la personalidad como diferenciados del resto de los diagnósticos es que en aquellos se ve afectada la totalidad de la vida del sujeto. Los síntomas, en cambio, se presentan para el propio sujeto como parciales, localizados y extraños.

Los síntomas psicológicos son manifestaciones de aquello que ha sido reprimido, es decir, imposibilitado su acceso a la conciencia, y retorna desde lo reprimido como síntoma.

Los trastornos de personalidad se presentan como estereotipias, comportamientos infantiles, inconscientes en su origen también, pero a los que el sujeto se haya tan arraigado que confunde con su propia esencia, es decir: con su subjetividad.

Se trata de repeticiones compulsivas, de una inercia psíquica que hace que para el sujeto sean identificables con su persona y que, por lo tanto, no pueda renunciar a ellas.

Estas compulsiones que determinan sus actos dificultan sus relaciones consigo mismos y con los otros.

Así nos encontramos, por ejemplo, con el trastorno de personalidad paranoide en el que el sujeto se somete a su propia auto-vigilancia y tiene la sensación de ser permanentemente observado, o con personas que viven torturadas y humilladas por sí mismas en los trastornos límites de la personalidad.

Ya Freud señala en  “La división de la personalidad psíquica”: “Allí donde se nos muestra una fractura, una grieta, puede existir normalmente una articulación. Cuando arrojamos al suelo un cristal se rompe, mas no caprichosamente, se rompe con arreglo a sus líneas de fractura, en pedazos cuya delimitación, aunque invisible, estaba predeterminada por la estructura del cristal. También los enfermos mentales son como estructuras agrietadas y rotas.”.

Así las vivencias de desamparo y desvalimiento pueden llegar a provocar una sensación de inconsistencia, y el cuestionamiento de toda identidad, todo amarre a la vida.

Por eso la propuesta terapéutica no debe centrarse en un reforzamiento del Yo, mediante consejos e indicaciones, como pretenden muchas psicoterapias, sino en la posibilidad de reintegrar en sí mismo el significado de sus compulsiones. No se trata de adaptar al paciente a una realidad idealizada, sino de que se adapte a sí mismo y encuentre un modo de funcionamiento que sea compatible con la realidad.

 

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