Casi cualquier conducta infantil que no se ajuste a los cánones de una supuesta normalidad es recogida en los manuales psiquiátricos al uso como una enfermedad mental. Esto no deja de tener consecuencias sobre el personal escolar, la familia y el propio niño.

Sería ingenuo pensar que esta proliferación de diagnósticos psiquiátricos, que pretenden acorralar la singularidad de cada niño bajo una categoría diagnóstica, es ajena a los intereses de la omnipresente industria farmacéutica.

Tanto la Asociación de Psiquiatras Americanos, responsable del DSM, como la Organización Mundial de la Salud, responsable del CIE, son sensibles en extremo a la presión de los lobbies de esta industria. En la sede misma de la OMS tienen oficinas las grandes empresas farmacéuticas. De los 170 miembros del grupo responsable de la confección del DSM V el 56% (95 miembros) tienen relación directa con alguna empresa farmacéutica, es decir, reciben remuneraciones de ella.

La consecuencia es que cualquier niño cuya conducta o sensibilidad no se adapten a los cánones preestablecidos corre el riesgo de ser considerado un enfermo mental. Y cualquier madre o padre preocupado por sus hijos puede ser receptor pasivo de esta información distorsionada tanto por los medios masivos como por la búsqueda en internet.

Los efectos pueden ser demoledores.

¿Quiere esto decir que no debemos preocuparnos por anomalías en la conducta de nuestros hijos? Todo lo contrario. Ante cualquier dificultad psicológica o emocional de cierta envergadura es conveniente consultar a un profesional especializado en el trabajo con niños, pero sin alarmarnos excesivamente y, sobre todo, sin ponerles etiquetas.

 

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